Publicado en El Pais
Grandes remedios? ¡No, por Dios! Eso sería sumamente peligroso: podría llegar a atentar contra el propio mal, y entonces ¿qué iba a ser del régimen del bienestar?
Grandes remedios? ¡No, por Dios! Eso sería sumamente peligroso: podría llegar a atentar contra el propio mal, y entonces ¿qué iba a ser del régimen del bienestar?
Los remedios de la crisis con que nos agobian son una ilusión, engaño y triste divertimiento
Estoy
hablando de lo que todo el mundo habla: de la actualidad política, o
séase económica, de nuestros Estados, inquietante ciertamente, por no
decir que desastrosa: es la que durante largos años se ha venido
llamando crisis, que últimamente toca entre nosotros a las exigencias de
la unión económica europea para con los países menos educados o bien
regidos, y que en todo caso afecta justamente a los Estados
desarrollados, sean los europeos, los unidos de América o el Japón, de
tal modo que se trata evidentemente de un mal inherente al régimen del
bienestar en que ha venido a parar el desarrollo.
Me
paro aquí a hacer notar, por si hacía falta, la enorme desproporción
(numérica, dineraria) de las medidas que políticos, financieros y
economistas proponen, imponen a sus poblaciones y hasta ponen en
práctica como buenamente pueden, frente a la magnitud de las faltas,
necesidades, estropicios o agujeros que en la economía de los Estados se
producen. Otros, más estudiosos que yo de las grandes cuentas y cifras,
tienen que haberles hecho saber, aunque sea tímidamente, esa
desproporción: que, sumados todos los importes de esos remedios que se
han propuesto o aplicado, no podrían montar más que a una mísera
fracción de los que las nuevas necesidades y desajustes de Estados,
bancas o cualesquiera finanzas representan.
Sin
cifras, el mero sentido común descubre que estas medidas o remedios que
les sacan hoy los dirigentes son los mismos que se recordaban como
propios del antiguo régimen: restringir gastos, apretarse, como decían,
el cinturón, y hasta ahorrar, remedios ridículamente impropios para el
régimen actual, que se mueve por una circulación dineraria sumamente
alejada de las cosas palpables y por el despilfarro y producción de
objetos no pedidos ni dirigidos a más consumo que su compra. De manera
que, si algo de humor le dejaran vivo a la gente, se reiría de esas
medidas y remedios como de una cataplasma aplicada a un cáncer.
Está
claro, salvo para quien tenga interés en no verlo, que el mal pertenece
al propio régimen actual del mundo desarrollado, el del poder entregado
al movimiento del dinero.
Sería
una buena ocasión de reconocer que este régimen, con todo su enorme
éxito y por la calidad de su éxito justamente, era en su estructura y
programa mismo una insensatez, una de las grandes insensateces que
jalonan la historia de los seres ilusos que somos: pretender que eso de
la vida que podía vivirse se puede cambiar tranquilamente por una
dedicación de las personas (y las cosas) a venderse y comprarse unas a
otras, y pretender que lo que pasa, está pasando o pueda pasar, se
reduzca todo a tiempo, a futuro (que es lo solo con que el dinero sabe
trabajar), y que ese futuro contado se tome como un sustituto de la vida
y las posibilidades. Esa insensatez, por cierto, no se puede atribuir a
ningún economista o mentes preclaras que la hayan inventado y la
manejen: así como hoy día no pueden los entendidos en economía y
finanzas dar razón de lo que le pasa al dinero (no entienden lo que pasa
porque se creen que sí), así tampoco podemos achacarles la fundación ni
dirección del régimen del dinero: es más bien el dinero el que, con sus
ideas y teorías, los toma a su servicio para hacer de las suyas, esto
es, para realizar las funciones que a él solo le corresponden.
Que
los males que dan lugar a tantas quejas, arreglos y diatribas
pertenecen al régimen mismo del dinero, el sentido común lo dice.
Sería
poco amable pensar de mí que con esto estoy proponiendo como sola cura
un cambio radical de régimen, un abandono del dinero. No es así. Pero
eso no quita para que tenga sentido intentar que mucha gente del común
reconozca que los remedios del mal con que los agobian y aburren son una
ilusión, engaño y triste divertimiento.
Es
cierto que este diario y los demás medios tienen que dedicar larga
atención y espacio a esas medidas ilusorias y discusiones consiguientes:
al fin y al cabo, la información es seguramente la industria más
importante del régimen del bienestar, la que más capital mueve. Pero que
ello no quite que, por algún resto vivo de imperfección y duda, se le
pueda en este o los otros medios dedicar al sentido común un rinconcito.
Agustín García Calvo es catedrático emérito de Filología Clásica de la Universidad Complutense de Madrid.
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