Ante todo, tal como indican los principios de la masonería, señalar que cada miembro de nuestra fraternidad debe tener claro que la ésta no le prohibe ni le exime en ninguna manera de sus deberes y responsabilidades ante la Sociedad en la que vive, sino que le insta a ser ejemplar en el cumplimiento de su trabajo profano, incluyendo en este concepto su vida privada, pública, de negocios y profesional. Los principios de la masonería son claros y no existe conflicto alguno con el deber del Ciudadano, sino que lo refuerza.
Dicho esto pasemos a profundizar un
poco más en el tema. Los españoles teníamos fama de ser poco amigos
del trabajo, Kant reflexionó ya en sus Observaciones sobre el
sentimiento de lo bello y lo sublime (1764) y en su Antropología
en sentido pragmático (1789) sobre los caracteres nacionales y
en ambos casos coincide en afirmar que el español se enorgullece de
NO tener que trabajar. Y dos siglos más tarde, Díaz Plaja,
en su obra El español y los siete pecados capitales,
dedica unas cuantas páginas al vicio nacional de la pereza. A pesar
de estos antecedentes creo que podemos asegurar que se trata de cuestiones afortunadamente superaradas, parece que el proceso de modernización vivido
por nuestro país en las últimas décadas ha generalizado entre
nosotros hábitos de trabajo bastante semejantes a los de cualquier
otro país de nuestro entorno y que podemos considerar superado un estudio del que se desprendía que solamente el 31% de los españoles estaba de acuerdo con que “cumplir
bien con el trabajo es una obligación”. Aún así, y superadas costumbres atávicas, entendemos que fomentar el valor y la dignidad del trabajo es una tarea importante.
Y ¿de dónde podría venir aquella
actitud hacia el trabajo? Quizás la respuesta se encuentre en las
mismas raíces de nuestra cultura occidental.
Como sabemos, la civilización grecorromana manifestó muy poco aprecio hacia el trabajo, especialmente cuando se trataba de trabajo manual. Platón consideraba que la producción de riquezas era una ocupación inferior para los seres humanos, tarea propia de esclavos y siervos; el hombre libre debía dedicarse a cultivar su espíritu. También Aristóteles pensaba que “la persona que vive una vida de trabajo manual o de jornalero no puede entregarse a las ocupaciones en que se ejercita la bondad”, añadiendo que “La felicidad perfecta consiste en el ocio”.
La primera
revalorización del trabajo llegó con el cristianismo, teniendo en
cuenta que su figura principal dedicó, según las fuentes en las que se basa, la mayor parte de su vida
terrena al trabajo manual en el banco de carpintero. Por eso la
Iglesia de los tiempos apostólicos manifestó hacia el trabajo una
estima desconocida hasta entonces. “Si alguno no quiere trabajar,
decía rotundamente San Pablo, que tampoco coma” (Tes 3,10). Sin
embargo, poco a poco, el influjo de Platón hizo que aumentara la
cotización de la vida contemplativa a costa de la activa y en
documentos posteriores de la Iglesia Católica (Imitación de Cristo) podemos
leer: “Comer, beber, velar, dormir, reposar, TRABAJAR y estar
sujeto a las demás necesidades que impone la naturaleza constituye
en verdad una gran miseria y aflicción para el hombre piadoso, que
quisiera de buena gana verse libre de todo esto”.
Ha sido ya en el siglo
XX, especialmente durante los años veinte y treinta cuando
aparecieron distintas iniciativas orientadas a promover la dignidad
del trabajo y a no considerarlo, de acuerdo con nuestra tradición
cultural, solamente como un castigo. Porque, ¿quién no ha
oído que el trabajo es un castigo del pecado, porque dijo Dios:
comerás el pan con el sudor de tu frente? (Génesis 3,19). El
masón no debe caer en la trampa de considerar el trabajo como un
castigo sino pensar en el gozo que proporciona el trabajo cuando el
hombre ve que, trabajando, comunica a las cosas algo de sí mismo, de
su inteligencia, de su voluntad, de su afecto, de su personalidad y
que de esta forma las cosas alcanzan su valor.
Valor del trabajo
Ante todo el trabajo en cualquiera de sus múltiples formas
es, para quienes no están incapacitados, la forma más digna de
obtener el sustento cotidiano. El trabajo nos ofrece una ocasión
privilegiada para servir a los demás ofreciéndoles los bienes y
servicios que somos capaces de producir. En la oficina y en la
fábrica, en los hospitales y en el campo, los masones debemos
trabajar afanosamente para hacer del mundo un lugar cada vez más
habitable.
El trabajo sirve también para formar al ser humano. Podemos recordar una famosa frase de Marx: “Todo lo que se puede llamar historia universal no es otra cosa que la producción del hombre por el trabajo humano”. En el proceso de evolución de las especies, nuestros peludos antepasados, como los llamaba Engels, empezaron a ser hombres cuando tallaron algunas herramientas para trabajar y han ido creciendo en humanidad gracias al trabajo. Por eso, el masón espera de su trabajo no “tener más y mejor” sino “ser más y mejor”.
Es frecuente, y en ocasiones erróneo, valorar el
trabajo por realidades ajenas al mismo: obtención del sustento
cotidiano, posibilidad de mayor consumismo, etc. Pero el trabajo
tiene valor por sí mismo, es la producción de una obra. Sin
embargo, nos provoca preguntas ineludibles: ¿A quién sirvo yo con
este trabajo? ¿En qué forma el trabajo que hago contribuye a
consolidar una situación social de tipo más o menos injusto?
¿Cuáles son los intereses de clase, de grupo, que se benefician de
mi actividad profesional? Y debemos tener el valor de saber
contestarlas.
Por desgracia, para la
mayoría de nosotros el trabajo es solamente la venta de un esfuerzo
a cambio de un salario, e importa muy poco en qué se emplea ese
esfuerzo. De acuerdo con la mentalidad corriente, es posible tener
un “buen” trabajo en una fábrica de armas y un “mal” trabajo
en una organización benéfica. En varios estudios sociológicos
vemos que sin lugar a dudas el 78% de los adultos españoles valoran,
ante todo, que el trabajo esté bien remunerado, pero solamente el
39% valora que sea útil a la sociedad aunque ciertamente en la actualidad ya se valora el simple hecho de "tener un trabajo". Quizás por que la máxima latina, primum vivere deinde filosophari, encierra una inmensa verdad, no se puede pensar cuando no se tienen cubiertas unas necesidades vitales mínimas: techo, alimento, sanidad y educación.
He dicho
Luna
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