Lo primero es preguntarse si existe una espiritualidad laica. Lo segundo, si es necesario que exista. La respuesta a la primera, desde mi punto de vista, es que sí -lamentablemente-, por esa mezcla de vago orientalismo y paranormalidad psicologizante que rodea a algunas de las corrientes laicas, en lo que se ha denominado “el supermercado espiritual1”; y a la segunda, que no; si nos atenemos a la definición del DRAE, que contrapone la idea de lo espiritual a lo material.
Dicen Arsuaga y Martínez
en “La especie elegida”, que desde las primeras ideas científicas
del mundo helénico se ha querido situar a nuestra especie fuera de
la naturaleza o “peor aún, por encima de ella.” Así, se ha construido
una historia de lo que es un ser humano como una superación de la materia
animal. Superación que nos vendría dada por la existencia de un ente
inmaterial propio e inexistente fuera de nuestra especie, y del que
emanaría una actividad especial: la del espíritu, para unos; la del
intelecto, para otros.
Con el enfoque espiritual
entraríamos en lo que algunos consideran inherente a nuestra especie.
Con el de la inteligencia, también. Con la importante salvedad de que
en el primer caso lo entroncamos con lo trascendente y en el segundo
con lo evolutivo. En el primer caso estaríamos ante algo dado per
se, de forma inamovible en su esencia, y por ello eterno, y en el
segundo en un proceso abierto e imperfecto, con avances y retrocesos
e imbricado en la realidad social.
Ambos conceptos: espíritu
e inteligencia son, por supuesto, hijos de un pensamiento bien terrenal;
pero si en uno se remonta a “lo sublime” en el otro nos quedamos
en la naturaleza, a ras de tierra. Y aunque en la sabiduría popular
sean intercambiables o dos manifestaciones de lo mismo, son en la práctica
dos realidades bien diferentes y campos de trabajo distintos.
En lo espiritual encontramos
una negación de la inteligencia, una pérdida del sentido de la propia
identidad, en una superior que la dirige y contra la que no puede rebelarse.
En lo espiritual no hay una posibilidad de mejora. Estás atado a su
inmanencia de esencia inmaterial y perfecta, que escapa a la comprensión
humana si no es fundiéndose en un estado de obnubilación mental con
algo extra terrenal: la experiencia mística. En lo espiritual estamos
prisioneros de la idea superior, como los prisioneros de la caverna
de Platón.
En la inteligencia, por
su imperfección, la mejora es una constante posible. Decía Rita Levi-Montalcini
que el ser humano, al no tener una programación instintiva perfecta,
debe recurrir al intelecto para decidir, al discernimiento entre opciones
-el bien y el mal en su sentido más amplio- para construir su escala
de valores; haciendo de su imperfección una ventaja que le coloca en
un grado de evolución moral privilegiado. Y es en la M.·., donde esa
evolución mejor se puede dar, tanto por el propio trabajo como por
el que otros han hecho antes en ella. Es en este trabajo callado y pesado
de pulir la “piedra bruta” donde la inteligencia se manifiesta con
todas sus imperfecciones y grandezas. Es con este trabajo como las “virtudes”
laicas van surgiendo, creciendo y perfeccionándose; haciéndose emblemas
de un modelo de convivencia.
Ciertamente es “irritante
el tono de superioridad moral con que muchos de los fieles […] y las
jerarquías religiosas […] han dado en mirar a quienes adoptan la
convivencia […] laica.”; especialmente esa idea de que “las exigencias
de la moral son una prerrogativa de los creyentes de la que probablemente
carecen aquellos que no comulgan con fe religiosa alguna.”,
escribía Francisco Laporta en “Moral de laico”, para a continuación
hacer una encendida defensa de ella. Quizá eso explique esa “necesidad”
que en ocasiones sentimos los laicos por “explicarnos” ante los
creyentes.
Desde mi punto de vista
es un error entrar en el campo semántico de la creencia religiosa.
En ese campo jugamos contra miles de años de superstición y construcción
de lo mágico. Es una lucha absurda en un campo enfangado. Y los masones
necesitamos echar sólidos cimientos a nuestro edificio. Hay que trabajar
en otros suelos.
Tenemos que crear el
campo de los “universales semánticos”, esos que Umberto Eco le
explica a al cardenal Carlo Maria Martini como los lugares
en que todos se pueden reconocer, en las nociones comunes a todas las
culturas que dan origen a una ética como lugar de encuentro con los
demás. Pues es en los demás donde nos reconocemos, haciendo real la
idea de Fraternidad.
Tenemos que trabajar
en el campo que la evolución nos ha dado: el intelecto; y dentro de
éste en el que el desarrollo como especie nos ha posibilitado su mejora:
lo social. Empezaba Kant su prólogo a “La religión…”
con la afirmación de que "La moral no necesita de la idea de otro
ser por encima del hombre para conocer el deber propio ni de otro motivo
impulsor que la ley misma para observarlo". Nuestro campo de juego
está en la racionalidad de las leyes. En el contrato libre entre las
partes. Éste es el punto de partida de nuestra visión ética del mundo,
desde el que construir la idea de la dignidad humana que sustente todo
el edificio de la ética laica y se funda con la noción de autonomía
de la persona.
Y la dignidad humana
se ha ido desarrollando a lo largo de la historia en construcciones
intelectuales que hoy han devenido en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos. Derechos que hay que ir construyendo día a día desde
la posición moral laica que afirma la libertad, la igualdad, la fraternidad…
en definitiva la dignidad de todos los seres humanos y el urgente respeto
de sus derechos básicos: la vida, la libertad de pensamiento, la educación,
el derecho a la salud… Y para ello no necesitamos de ninguna espiritualidad,
laica o fideísta, sino de la aplicación de los principios legales
que hemos ido desarrollando a lo largo de siglos asociándolos a la
idea de mejora de la Humanidad.
Los masones, como laicos,
hemos de desarrollar una ética materialista, basada en las leyes, en
los derechos humanos y en su desarrollo, en la mejora concreta de las
condiciones de vida de los seres humanos; en construir un campo de referencia
ética externa a la espiritualidad, a lo religioso. No tienen nada que
enseñarnos.
Debemos trabajar los
campos semánticos irreligiosos con los conceptos que el derecho de
gentes e internacional nos han dado, y que a la pequeña escala del
día a día se pueden manifestar en, por ejemplo, la Educación para
la Ciudadanía. Debemos afirmar la superioridad del ser humano y su
bienestar por encima de cualquier otra consideración. Su valor como
individuo en convivencia solidaria con todo su entorno, tanto como especie
como con todo el campo ecológico en el que vive.
En conclusión: no necesitamos una espiritualidad laica. Necesitamos un desarrollo racional del derecho y de los derechos. De una afirmación del individuo y del librepensamiento.
Ricardo
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