Me alegro de saber, tras haber recibido su revista Indian Opinion, cuanto en ella se dice de los adeptos a la no-víolencia. Deseo expresarle las ideas que en mí ha originado su lectura.
Conforme tengo más experiencia de vida, y sobre todo ahora, sintiendo ya con fuerza la cercanía de la muerte, deseo transmitir con más intensidad a los semejantes lo que con tan extraña agudeza percibo y juzgo de suma entidad, esto es: cuanto tiene que ver con la no-violencia, que en lo esencial no es otra cosa sino la doctrina del amor, sin el falseamiento de las falsas interpretaciones. Que el amor, es decir, el ansia de las almas humanas por la concordia, y la actividad que de ese empeño se deriva, resulta ser la suprema y única ley de la vida humana, eso lo sabe y lo siente todo hombre en el fondo de su alma (como se puede observar con total claridad entre los niños); lo sabe mientras no está enredado en las falsas doctrinas del mundo. Esta ley fue proclamada por todos los sabios del universo: tanto indios como chinos y hebreos, griegos y romanos. Creo que Cristo la expresó con la mayor claridad cuando dijo sin rodeos que sólo en eso radican la ley suma y los profetas, pero eso no basta, previendo la manipulación que sufre y puede sufrir dicha ley, señaló además con claridad ese peligro de falseamiento, propio de los hombres que viven movidos por intereses mundanos, y el peligro de atribuirse la defensa de tales intereses mediante la fuerza, o sea -como él dijo- dando golpe por golpe arrebatar en un acto de fuerza y volver a sus dueños los objetos antes apropiados, y así una y otra vez. Sabe él que ningún ser racional puede desconocerlo: el empleo de la violencia no es compatible con el amor y como ley fundamental de la vida, pues basta permitir la violencia, no importa cuáles sean los casos, para que se reconozca la insuficiencia de la ley del amor y, por lo tanto, se niegue la propia ley. Toda la civilización cristiana, tan brillante por su apariencia, nació de este malentendido, de esta contradicción evidente y extraña, a veces consciente, pero por lo general inconsciente.
Al admitirse la resistencia a la par que el amor, en esencia ya no hubo ni podía haber amor como ley de la vida, ni tampoco ley del amor, sino violencia, es decir, el poder del más fuerte. Así ha vivido hasta ahora la humanidad cristiana. Cierto, en todos los tiempos los hombres se habían guiado por la mera violencia en la organización de su vida. Sin embargo algo diferenciaba la vida de los pueblos cristianos de todos los demás: el mundo cristiano formuló la ley del amor con tal claridad y precisión como no la había formulado ninguna otra doctrina religiosa. Sin más. Pero, al mismo tiempo que aceptaban solemnemente dicha ley, los hombres del mundo cristiano se permitieron la violencia y organizaron su vida teniendo a ésta como fundamento. Por eso la existencia de los pueblos cristianos resulta una pura contradicción entre lo que ellos profesan y aquello en que basan su régimen de vida: la contradicción entre el amor, reconocido corno ley de la vida, y la violencia, que en diversos aspectos hasta se tiene por necesaria, como el poder de los gobernantes, los tribunales y los ejércitos, tenidos por admisibles y loables. Tal desacuerdo fue agrandándose con el desarrollo de los hombres del mundo cristiano alcanzando su extrema expresión en los últimos tiempos. Resulta evidente, entonces, que el problema está planteado así ahora, una de dos: o se reconoce que no reconocemos ninguna doctrina éticoreligiosa y nos guiamos en el régimen de nuestra vida sólo por el domino del más fuerte; o son abolidos todos nuestros organismos policíacos y judiciales, y también los impuestos recaudados por la violencia y, cómo no, los ejércitos.
Esta primavera, durante el examen de la Ley de Dios en una de las instituciones femeninas de Moscú, el profesor de Religión, y luego también un prelado que asistía, preguntaban a las doncellas los diez mandamientos y especialmente el sexto. Si daban la respuesta correcta sobre el mandamiento, el prelado solía hacer otra pregunta: ¿siempre y en todos los casos prohibe la Ley de Dios el homicidio? Y las infelices doncellas, corrompidas por sus preceptores, habían de contestar y contestaban que no siempre, que el homicidio está permitido en la guerra y en las ejecuciones de malhechores. Pero cuando a una de las infelices muchachas (lo que cuento no es una versión, sino un hecho que me ha sido transmitido por un testigo ocular), tras su respuesta, le fue hecha la pregunta de ritual: ¿siempre constituye pecado el homicidio?, la doncella, inquieta y sonrojada, contestó sin vacilar que siempre, y a todos los habituales sofismas del prelado contestaba con la firme convicción de que el homicidio está prohibido siempre y que el homicidio se prohibe también en el Antiguo Testamento, y Cristo no sólo rechaza el homicidio sino -también y en todos los casos- hacer mal al prójimo. Y con toda su majestuosidad y arte de la elocuencia, el prelado guardó silencio; y la muchacha salió victoriosa.
Por tanto, nosotros podemos comentar en nuestros periódicos los éxitos de la aviación, las complicadas relaciones diplomáticas, la vida de las distintas clases, los descubrimientos, las alianzas de todo género, las llamadas obras de arte, y callar lo que ha dicho esa doncella; pero callarlo es imposible, porque lo percibe más o menos vagamente, pero lo percibe, todo hombre del mundo cristiano. El socialismo, el comunismo, el anarquismo, el Ejército de salvación, la creciente delincuencia, el desempleo de la población, el demencial incremento del lujo de los ricos y la miseria de los pobres, y el aumento terrorífico del número de suicidios -todo lo cual- son síntomas de aquella contradicción interna, que debe y no puede dejar de ser resuelta. Y, se entiende, resuelta en el sentido de reconocimiento de la ley del amor y de la negación de toda violencia. De ahí que vuestra labor en el Transvaal -en el fin del mundo, como a nosotros nos parece- sea una acción de lo más central y más importante entre todas las empresas que hoy se acometen en el orbe y en la que habrán de participar sin excusa no ya los pueblos del mundo cristiano, sino de todo el planeta. Creo que le agradará saber que también aquí, en Rusia, esta labor se extiende con rapidez mediante las renuncias al servicio militar, que son cada día más frecuentes. Por muy reducido que sea el número de vuestros adeptos a la no-violencia y el de los objetores de conciencia entre nosotros en Rusia, tanto los unos como los otros pueden decir sin vacilar que Dios está con ellos. Y Dios es más poderoso que los hombres.
En el cristianismo, en su aceptación, aun siendo en la forma tergiversada en que se profesa entre los pueblos cristianos, y en el reconocimiento a la par con ello de la necesidad de los ejércitos y del armamento para el homicidio en las más ingentes proporciones durante las guerras, ahí radica la flagrante, escandalosa y palmaria contradicción. Antes o después -tal vez muy pronto- ha de revelarse, y destruir, bien sea la aceptación del credo cristiano, indispensable para el mantenimiento del Poder; bien la existencia del ejército y de toda la violencia que él sostiene, no menos indispensable para el Poder. Tal incoherencia la perciben todos los gobiernos, tanto el suyo británico como el nuestro ruso; y, a causa de un sentimiento natural de autoconservación - conforme lo vemos en Rusia y se advierte por los artículos de vuestra revista- aspiran a dichas actividades mas que a cualquier otra labor antigubernamental. Los gobiernos saben cuál es su peligro cardinal, y están atentos en esta cuestión no ya y no sólo sus intereses, sino el problema de ser o no ser.
Con toda consideración.
Lev Nikoláyevich Tolstói
Lev Nikoláyevich Tolstói
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